SOLO (19.02.2019)

La soledad no tiene nada que ver con la compañía, no se trata de tener a alguien cerca o no. Es más sobre los vínculos profundos que establecemos con los demás, o con el mundo. Es sentirse parte de un grupo, por pequeño que sea.

Yo nunca he sido parte de nada más.

Sólo me sentí seguro en casa, con mi familia, que me dio todo lo que hubo. Mi padre no pudo quedarse, y cada día noto que no está. Pero los que están, están conmigo cada día.

Viene de lejos. En el colegio todo me parecía hostil: las profesoras, más preocupadas de ellas mismas que de los alumnos, cada una con un pesimismo particular… educar a los niños de los demás puede ser muy frustrante. Los otros niños, violentos, con sus bocadillos, el olor a salchichón, los dientes llenos de nocilla, la boca abierta enseñando el queso masticado. El callejón donde pegaban a todo el mundo en el patio. Los grupos de niñas que corrían y chillaban como vencejos. Los niños que nunca me miraban como a uno más… porque ellos ya sabían más que yo. Yo no lo era. Yo miraba todo aquello como un sueño raro donde yo flotaba y miraba, y del que siempre quería despertar. Siempre estaba a un lado, observando. Solo.

Quizás era un niño repelente, sabio y observador o, es decir, no era un niño. Recuerdo que en una ocasión los compañeros me acusaban en clase de algo que yo no había hecho y utilicé la expresión «No quiera Dios». Estuve castigado todo el día porque entendieron «No quiero a Dios», y eso para alguna profesora en aquel tiempo parecía motivo de castigo. La multitud siempre tiene razón.

Sí que tuve suerte, y supe hacerme un hueco donde quise. He sido líder y verdugo muchas veces, quizás para saber qué se sentía cuando los otros lo hacían. Pero nunca me he sentido parte de nada, nunca he creído en lo que estaba haciendo. 

Me ahoga aún ese deseo de volver a casa. A la chimenea. A la familia. Donde mis miedos se olvidaban, aunque no siempre lo consiguiera y pasara algunas noches sentado en la cama, llorando y diciendo que no me quería morir. Mis padres me besaban en los ojos. Qué señal. Los ojos que ahora ven todo distorsionado. La realidad misma se pone de parte de los demás y me deja fuera. Siempre viendo sombras, sin poder reconocer a nadie por la calle, sabiendo que lo que yo estoy viendo, una especie de realidad duplicada caleidoscópica, no es lo que ven los demás. No soy como vosotros, por más que quiera. Yo, estaré siempre detrás de un cristal invisible.

Ahora lo llaman PAS, Personas Altamente Sensibles. Lo tratan con terapias de grupo donde hay personas que también se sienten así pero no tienen tanta suerte como yo, no son como yo, y no han podido comprenderlo ni gestionarlo de la misma manera.

Mi universo de cartón erigido sobre una masculinidad postiza se cae a pedazos porque un hombre no puede ser sensible. Un hombre no puede estar triste. Un hombre no llora ni se queja de su dolor.

A mí nunca me ha dejado de doler algo. Como muelas cuyo dolor aparece y desaparece, pero siempre es el mismo, siempre vuelve.

Puede que estas muelas sean vuestras, o quizás sean las mías, no lo sé, pero me duelen igualmente.

He querido poner todo esto dentro de lo que amo: la pintura emocionar, y ver que los demás se emocionan con lo mismo que yo.

Es una especie de autorretrato, y al mismo tiempo no lo es.

Para que fuera yo, la escena tendría que estar vacía, borrosa, y nunca la vería nadie.

Nada es nunca para tanto. Así que, también, me alegro de estar escribiendo esto para que lo lea alguien más. Significa que no estoy tan solo.