Orgullo andalusí.

Yo también soy árabe, como tú. Y llevo aquí más de 1300 años.

Mi sangre se estableció en esta tierra en el año 711, cuando Tariq ibn Ziyad cruzó el estrecho que hoy lleva su nombre —Yabal Ṭāriq, Gibraltar— y, al mando de un contingente bereber procedente del norte de África, inició lo que posteriormente se conocería como la conquista islámica de la península ibérica. Aquel suceso no fue una simple invasión militar, como algunos discursos nacionalistas pretenden hacernos creer, sino el inicio de una compleja transformación cultural, religiosa, científica y social que marcaría profundamente el destino de lo que hoy conocemos como España.

La presencia árabo-islámica en al-Andalus no fue efímera: duró cerca de ochocientos años, desde el siglo VIII hasta la toma de Granada en 1492. Durante ese periodo, ciudades como Córdoba, Sevilla y Toledo se convirtieron en centros del conocimiento y la convivencia entre musulmanes, judíos y cristianos. A través de la Casa de la Sabiduría, de las traducciones del árabe al latín, y del desarrollo de la arquitectura, la medicina y la poesía, al-Andalus configuró parte esencial del legado europeo.

Esta civilización forma parte inseparable de mi genealogía: por parte de padre, los Qobarro; por parte de madre, los Yepes. Ambos linajes tienen raíces en Abarán, un rincón del Valle de Ricote en el antiguo reino de Murcia, donde los moriscos, incluso tras las capitulaciones, continuaron viviendo, cultivando y transmitiendo una identidad en resistencia.

Antes de establecerse en Abarán, mi linaje procedía de mudéjares de Hellín, y es muy probable que, con anterioridad, se encontraran asentados en el Tolmo de Minateda, uno de los enclaves arqueológicos más importantes del sureste peninsular, con presencia continua desde época ibérica hasta la Edad Media. El paso del tiempo y las persecuciones no borraron esa memoria, que aún persiste en la tierra, en los nombres y en la sangre.

Cuando, en 1492, los Reyes Católicos concluyeron la llamada Reconquista, comenzó una nueva etapa de exclusión sistemática. En 1502 se obligó a los musulmanes del reino de Castilla a convertirse al cristianismo o ser expulsados, extendiéndose esta orden a la Corona de Aragón en 1526. Los nuevos cristianos, llamados moriscos, vivieron bajo constante sospecha, vigilancia y persecución. En 1567, Felipe II promulgó una pragmática que prohibía expresamente el uso de la lengua árabe, las costumbres moriscas, y —entre otras disposiciones— impedía que se les ofreciera trabajo o ayuda. Finalmente, en 1609, Felipe III decretó su expulsión definitiva. Cerca de 300.000 personas —entre ellas mis tataratatarabuelos Hernando y María Luisa— fueron desterradas. Existen registros que atestiguan que Hernando y su esposa fueron embarcados a la fuerza y abandonados en la ciudad de Génova, despojados de sus tierras, pertenencias y dignidad. La documentación de la época refleja cómo muchos fueron tratados como enemigos del Estado, y cómo se les negó cualquier tipo de auxilio, cumplimiento de las disposiciones decretadas por la Corona.

Pero algunos regresaron. Volvieron a sus casas, a las morerías, con la dignidad intacta y la voluntad firme. Porque esta tierra era suya. No por conquista, sino por cultivo, por historia, por memoria.

Y aquí seguimos. Mi familia lleva más de 1300 años en este suelo.

Resulta particularmente llamativo que quienes hoy se erigen como guardianes de la identidad nacional ignoren esta historia. Desde una concepción homogénea y blancocéntrica de la identidad española, niegan el carácter plural de su origen. Quieren expulsar a quienes llegan a la península en pateras llenas de muerte, buscando una posibilidad de seguir existiendo, huyendo de la guerra y la miseria.

Quieren convencernos de que son peligrosos, ladrones, terroristas, violadores, asesinos… de que debemos cerrar la puerta a todos los que no sean fieles al ideal de identidad nacional: blanco, cis, hetero, católico, ignorante.

La pobreza y la marginación causan la necesidad violenta de subsistir a costa de los demás. La única inmigración peligrosa es la que se rechaza.

Con ese mismo espíritu, por poner otro ejemplo, han reaccionado ante el conflicto palestino-israelí en el marco del Festival de Eurovisión 2025.

La participación de Israel, en un contexto internacional donde se le acusa de crímenes de guerra y genocidio contra la población palestina (según informes de Naciones Unidas y de organizaciones como Human Rights Watch y Amnistía Internacional), fue ampliamente cuestionada. RTVE, incluso desde dentro, expresó su oposición a que España compartiera escenario con un Estado acusado de tales prácticas, iniciativa a la que, personalmente, me sumo.

Sin embargo, parece ser, si es que Israel no ha comprado los votos del festival, que una parte significativa de la población española, influida por sectores mediáticos de la derecha y la ultraderecha, decidió apoyar a Israel, no por afinidad geopolítica, sino como forma de oposición al actual gobierno progresista español, que ha mostrado apoyo a la causa palestina desde el inicio, incluso reconociéndolo como estado en 2024.

Para más señas: una diputada de la dirección del PP publicó en X, la red social Nazi, su intención de votar a Israel, según ella, «sin haber escuchado la canción». Juan Carlos Girauta, eurodiputado de Vox, animaba a “enviarle un mensaje a Sánchez” junto con el voto a Israel, y las juventudes del PP celebraron públicamente haber conseguido que España diera sus 12 votos a Israel, compartiendo los comprobantes de pago de las votaciones online que realizaron.

Toda esta gente ha perdido el norte, quiero pensar, y no son capaces de rechazar un genocidio sin con ello pueden perjudicar al gobierno actual. Su único deseo es ocupar el puesto, cueste lo que cueste, y de cualquier modo.

Este fenómeno revela hasta qué punto se ha pervertido el concepto de libertad: se defiende únicamente cuando responde a intereses propios. Se niega la posibilidad de que otros vivan, huyan, amen o busquen refugio de manera distinta. Se margina al diferente, ya sea por su fe, su identidad de género, su condición migratoria o su historia.

Esta reacción no es nueva. Es un síntoma de una estructura de poder que se reproduce en nombre de la normalidad y que se sostiene sobre la ignorancia histórica, la desmemoria y la exclusión. El pensamiento reaccionario no se basa en la conservación de valores, sino en el miedo a perder privilegios. No tolera el conflicto ni la ambigüedad porque vive en la fantasía de una identidad única, inmutable y superior. Y así, la historia se reescribe para silenciar a quienes siempre estuvieron.

Pero esta tierra, como la historia demuestra, no es propiedad de una raza ni de una religión. La península ibérica ha sido ibera, celta, romana, visigoda, árabe, judía y cristiana. Ha sido puerto y puente. Y su mayor riqueza ha surgido siempre de su capacidad de acoger, de mezclar, de dialogar.

Hoy, en medio del ruido ideológico, conviene recordar que la libertad no es un grito de guerra, sino un compromiso ético. No se trata de imponer una verdad, sino de abrir espacio para que otras existan. Es la voluntad de escuchar al otro, de reconocer su dolor, de compartir el pan y el abrigo. Y sobre todo, de no olvidar.

Me llamo Bran Sólo y mi sangre árabe ha habitado estas tierras desde el 711 e.c. Mis antepasados fueron marginados, deportados, desposeídos y silenciados. Pero regresaron, porque esta es su casa y lo seguirá siendo.

 

 

Bran Sólo. Mayo-2025

 

 

Fuentes y publicaciones de interés:

  • García-Arenal, Mercedes. Los moriscos. Madrid: Fundación MAPFRE, 2009.

  • Epalza, Mikel de. Los moriscos antes y después de la expulsión. Barcelona: Icaria, 1992.

  • Bennison, Amira K. The Great Caliphs: The Golden Age of the ‘Abbasid Empire. Yale University Press, 2009.

  • Human Rights Watch. “Israel and Palestine: Events of 2023”. www.hrw.org

  • United Nations Human Rights Office. “UN experts warn of serious human rights violations in Gaza.” Octubre 2023.

  • Boletín Oficial del Estado (Archivo Histórico). “Pragmática de Felipe II prohibiendo el uso de lengua árabe y costumbres moriscas”, 1567.

  • Harvey, L. P. Muslims in Spain, 1500 to 1614. University of Chicago Press, 2005.

  • Ruiz Souza, Juan Carlos. “La arquitectura en al-Andalus: identidades, transformaciones y supervivencias.” Al-Qantara, CSIC.

  • Marín, Manuela. La vida en al-Andalus: sociedad, cultura y economía. Madrid: Akal, 1994.

 

 

Galerías contra el arte.

 

Las galerías ya no apuestan por el arte. Sólo hacen caja.

Hubo un tiempo —no tan lejano— en que un artista podía soñar con entrar en una galería y encontrar allí algo parecido a un hogar. No solo un lugar donde colgar sus obras, sino un aliado: alguien dispuesto a asumir riesgos, invertir en producción, promocionar, introducir su trabajo en colecciones públicas y privadas, ayudar a construir una carrera. A veces, incluso una amistad.

Hoy, ese modelo apenas sobrevive en algunas raras excepciones. En su lugar, ha emergido una industria que más bien se comporta como una inmobiliaria de paredes blancas: alquila espacio, exige exclusividad, se lleva el 50% de cada venta y apenas se molesta en representar al artista fuera de su Instagram. Porque si vendes, bien, y si no, ya vendrá otro.

 

En el Renacimiento, los artistas eran protegidos por mecenas que veían en el arte un valor trascendental. Lorenzo de Médici no solo apoyó a Miguel Ángel, sino que invirtió en su formación, lo hospedó en su casa, lo presentó a la corte. La relación entre artista y mecenas era simbiótica, aunque desequilibrada, sí; pero había una visión compartida sobre el poder del arte como reflejo de la época.

Hoy, el galerista se ha desvinculado casi por completo de esa figura. En ciudades como Madrid, es habitual encontrar espacios de arte cuyos responsables pasan el día sentados tras un escritorio, mirando el móvil, esperando que algo (o alguien) suceda. Sin propuestas comisariadas, sin un calendario sólido de actividades, sin buscar nuevos públicos ni dialogar con otros contextos. El artista envía la obra a su costa, la cuelga él mismo, y en muchos casos ni siquiera se le paga el transporte si la pieza no se vende.

Las galerías ya no compran, ahora solamente trabajan a depósito. Tú me das la obra, y si la vendo te llevas parte, y si no, aquí estará años sin que puedas vender nada en otro sitio.

Lo más irónico es que muchos de estos espacios siguen reclamando una comisión del 50%. Por “dar visibilidad”. Como si eso fuera justo o suficiente.

 

Pero la historia está cambiando. Porque los artistas ya no dependen exclusivamente de una galería para alcanzar al público. Hoy, un creador puede tener cientos de miles de seguidores en redes sociales, vender directamente desde su estudio, recibir encargos internacionales y generar comunidad sin intermediarios.

Plataformas como Instagram, Behance, Patreon o incluso TikTok han permitido que muchos artistas se conviertan en sus propios promotores, gestores, curadores y galeristas. Y aunque esto implica un esfuerzo extra —sí, no todo es pintar— también abre una vía de libertad.

El artista estadounidense Mark Ryden, por ejemplo, ha declarado públicamente que prefiere controlar su producción y relación con los coleccionistas desde su propio estudio, sin depender exclusivamente de galerías. Más radical aún es el caso de Ashley Longshore, artista pop contemporánea que construyó toda su carrera vendiendo directamente por redes, con lista de espera de clientes y sin comisiones del 50%. En sus palabras: “Las galerías me querían callada y obediente. Yo prefiero ser mi propia marca”.

Y lo cierto es que, con un móvil, cualquier artista puede mostrar su obra al mundo entero. Sin pasar por la silla del galerista que, entre bostezo y bostezo, espera a que alguien entre por la puerta.

 

No se trata de demonizar a todas las galerías. Existen, aún hoy, espacios comprometidos que siguen apostando por el arte y los artistas. Pero son una minoría. Y mientras la mayoría siga operando como tiendas de decoración de lujo, exigiendo exclusividad sin ofrecer compromiso, el artista debe preguntarse si esa es la estructura que realmente necesita.

Hoy, más que nunca, el arte puede circular de otras formas. Puede vivir en ferias independientes, en exposiciones autogestionadas, en plataformas digitales, en mercados nómadas, en colecciones privadas construidas a base de conversaciones directas.

 

¿Y si el artista dejara de esperar ser “descubierto”? ¿Y si se convirtiera en su propia galería? ¿Y si organizara sus exposiciones, vendiera sus obras, hiciera comunidad con otros creadores, sin pasar por el peaje del 50%?

Tal vez no todo el mundo quiera o pueda hacerlo, y me parece bien. Pero es esencial que sepamos que existe la opción. Que tenemos medios. Que ya no estamos atados a los caprichos de quien posee una sala blanca y una lista de clientes.

El mercado del arte está en crisis. Pero eso no es nuevo. Lo que sí es nuevo es que el artista, hoy, tiene más poder que nunca para redefinir las reglas.

Así que no vendas tu dignidad al 50%. El arte no es un objeto decorativo ni un activo financiero. Es un acto de expresión. Y quien lo crea, merece también decidir cómo se muestra, cómo se vende y a quién.

El arte se salvará si el artista se salva primero.

 

Bran Sólo. Mayo-2025

 

Izquierda, izquierda, derecha, derecha.

¿De verdad alguien es de izquierdas o de derechas por vocación mística? Más bien, creo yo, lo somos por biografía. La afinidad política no nace con nosotros ni se elige como quien escoge el color del sofá. Se hereda, se aprende, se adapta a la circunstancia como un guante a la mano que lo necesita.

Por ejemplo: quien nace en un entorno precario, donde la justicia es una palabra hueca y las oportunidades se reparten como si fueran caramelos amargos, acaba desarrollando una sensibilidad que no le deja indiferente ante la desigualdad. De ahí que muchas personas con estas experiencias vitales abracen posturas progresistas: buscan cambiar el sistema porque, sinceramente, el sistema nunca los abrazó a ellos. ¿Quién va a querer conservar lo que nunca le ha protegido?

Por el contrario, si uno ha vivido siempre con calefacción central, seguros privados, apellidos compuestos y con “todo en regla, como Dios manda”, es bastante natural querer que las cosas no cambien demasiado. Los conservadores, como su nombre indica, conservan. Conservan el orden, los recursos, la forma de vida… y si puede ser también la hegemonía cultural, mucho mejor. Lo llaman “libertad”, pero a menudo es miedo a perder sus privilegios disfrazado de virtud cívica.

Para ser claro: Si no tienes problemas, querrás no perder privilegios y será muy difícil que empatices con quien sí los tiene, y si tienes problemas, serás más sensible a las injusticias y a la desigualdad, y será más fácil que quieras luchar por cambiar las cosas. Nuestras ideas políticas son el reflejo directo de nuestra circunstancia personal, y no de un análisis objetivo de las necesidades del conjunto de la sociedad.

La psicología ha metido mano al asunto —cómo no— y ha encontrado diferencias de personalidad entre progresistas y conservadores. Los primeros tienden a ser más abiertos a nuevas experiencias (traducción: aguantan mejor las crisis existenciales), mientras que los segundos prefieren el orden y la estabilidad (es decir: no les toques nada, que lo tienen todo atado).

A nivel cerebral también hay diferencias: los conservadores tienen una amígdala más activa, lo que los hace más sensibles al miedo y la amenaza. Los liberales, en cambio, usan más la corteza cingulada anterior, que ayuda a adaptarse a lo inesperado. Uno ve peligro en todo lo que se mueve, el otro duda de todo —a veces hasta de sí mismo.

 

¿Quién decide lo que somos?

Afiliarse a una ideología como quien se saca un carné de socio del Real Madrid no es tan buena idea. Nadie es completamente de nada, a menos que haya renunciado a pensar. Y eso, por desgracia, pasa más a menudo de lo que quisiéramos.

Muchos votan por inercia, por herencia, por comodidad. A veces incluso por rebote: “yo soy de izquierdas porque mi padre era un facha”. Como si la identidad política fuera un duelo familiar mal resuelto. En redes sociales, la cosa ya roza la tragicomedia: se discute más por lealtad a un bando que por ideas. Convertimos la política en fútbol: once contra once y a ver quién grita más fuerte. El problema es que aquí no se juega una copa, se juega el presente, y el futuro.

 

Lo que a menudo se presenta como “valores tradicionales” no es más que la defensa de un orden que excluye. Si no eres blanco, nacido nacional, heterosexual, católico y de buena familia —la combi completa—, el conservadurismo no tiene nada que ofrecerte, salvo sospecha. Es fácil decir que “cada uno se busque la vida” cuando tú ya tienes la tuya resuelta. Y así, el discurso de la autosuficiencia se convierte en un desprecio disfrazado de meritocracia.

 

Lo incómodo de todo esto es que nos obliga a mirar hacia dentro. Pensar por uno mismo requiere esfuerzo, y a veces hasta duele. Es mucho más sencillo delegar la conciencia política en un partido, en una ideología, en un líder con voz firme y ceja arqueada (te amo, ZP). Pero si de verdad queremos una política que nos represente, habrá que empezar por entender por qué pensamos como pensamos. 

Ojalá no existieran los partidos políticos, y nuestros representantes fueran exclusivamente eso, representantes, mensajeros de nuestros votos. Ojalá cada domingo se nos convocara a urnas para, con la supervisión de varios comités de expertos que nos eduquen, pero que no nos influyan desde el interés económico, decidir cada una de las acciones que el gobierno lleva a cabo.

Ojalá una política de todos, y no de la mitad.

 

Bran Sólo. Mayo-2025

 

Vota REAL MADRID

Trolololó. Loló.

Recientemente, en nuestra bífida España, hemos asistido a las urnas para decidir quiénes serán los próximos que ocuparán su trono en el poder, concretamente en los ayuntamientos y las comunidades autónomas. Tras los sesgados resultados, donde la mayoría parece estar harta de la gestión de los últimos años, el actual gobierno ha anunciado la celebración de elecciones generales anticipadas, dejándonos a todos entre atónitos y nos daba igual (lo que nos preocupa realmente es que estaremos de vacaciones… no nos engañemos). 

En este momento comienza la «Payasos League». Un espectáculo de focos, micrófonos, esloganes y promesas, además de algunos chutes, balonazos a niños, fueras de juego y abucheos a algún árbitro maricón, que concluirá con la defenestración pública del perdedor y sus jorobados secuaces, y la quema en vida de sus votantes en la plaza de cada pueblo, así como tendrá lugar la proclamación del Magno Presidente del Gobierno 2023-2027, que como una Miss saludará y hablará sobre Confucio y Venezuela desde su balcón. 

Este espectáculo ya nos tiene, a muchos, desquiciados, y se ha convertido en una tradición pasada de moda en la que ya no confiamos.

La democracia representativa, en la que se supone que se basa el funcionamiento de este país reino (mírate el DNI, pone reino, no vives en un país/estado), consiste en elegir a unos representantes que defienden los intereses de los ciudadanos en las instituciones. ¿De dónde extraen estos representantes el conjunto de intereses y necesidades de sus ciudadanos? ¿Realizan un sondeo? ¿Una investigación de campo? ¿Ven las noticias de La Sexta? Pues puede ser… pero me temo que muchas de las necesidades que nuestros políticos intentan satisfacer y solucionar son aquellas que también nos preocupan a todos. Es decir, son las suyas propias. Preocupante.

Y no me refiero a la comodidad del cargo, de un trabajo de escaño, de despacho. A tener coche, casa, sueldo y atención de por vida.

Me refiero a que es la propia experiencia personal de nuestros políticos, en función de dónde han crecido, dónde han estudiado, cuál es su nivel económico, la ideología política y moral de su familia, y las circunstancias de su entorno, la que define cuáles serán los objetivos, miras y sensibilidades de cada uno de ellos, y del partido del que formarán parte. 

Aquí empieza a deshilacharse la chaqueta. Ya no estamos hablando de solamente un representante, se trata de una persona, subjetiva y con voluntad, como todas. Esto, que a todos nos puede parecer una obviedad, esconde algún truco que quizás no estamos viendo a primera vista.

Primeramente, ¿estas personas están capacitadas verdaderamente para representar a alguien? Quizás representan a quienes quieran ser como ellos, pero no a los demás. Hasta el momento, a nuestros políticos no se les pide ningún informe psicológico, ni un estudio de capacidades intelectuales, emocionales, de empatía, de habilidades específicas de un cargo de representación… Sólo se les pide que huelan bien, vayan arregladitos, y hablen con mucho talante. Si tienen un eslogan pegadizo mejor que mejor. Y si se dejan ver con los abuelos en el parque o con su familia en un evento benéfico, ya no cabe ninguna duda de que son los adecuados para decidir qué va a pasar con la vida de las personas de todo un país durante los próximos cuatro años. Si todo falla, pueden decir «Tú más«, y ganan el combate.

Y es que de eso se trata la democracia de partidos, darle el poder de decidir a un grupo de personas que tienen sus ideas propias, algunas de ellas privadas, y que entre ellos se obligan a pensar y decidir de la misma panera, para que las impongan para mantener su estilo de vida. Parece que su intención no sea representar, sino llevar la razón. Acertar su manera de pensar con la de la mayoría de votantes, y convencer a los que no piensen igual de que están equivocados.

La política es muy simple, se divide en dos: 

  • Los que están bien y quieren seguir estándolo, y piensan que si nada cambia, todo seguirá igual (tiene sentido, ¿no?) Éstos son los que llamamos conservadores.
  • Y los que no están y bien quieren estarlo, para eso necesitan que cambien las cosas (no ellos, las cosas). A estos los vamos a llamar progresistas.

Dependiendo de en qué familia hayas nacido, serás una cosa u otra, a menos que te toque la lotería o encuentres una forma de que los demás te den su dinero. Recuerda que uno no se hace rico trabajando, uno se hace rico pensando, y hay gente con muy mala idea.

Con esta base, parece normal que al final la democracia se organice típicamente en dos bandos, lo que genera batallas campales por llevar la razón y mantener la posición de cada uno. Además, este sistema tiene varios problemas conocidos, o pequeños fallos, como son:

El bipartidismo, o la tendencia a que solo dos bandas organizadas se alternen en el poder. Esto reduce las opciones de los votantes y favorece el clientelismo y la corrupción. Además, que principalmente haya dos partidos en disputa continuamente divide a la gente en dos bandos enfrentados, algo tipical spanish, convirtiendo a los españoles, acostumbrados a batallar hasta en el ocio, en auténticos hinchas de dos equipos de fútbol rivales.

Otro problema es la desproporcionalidad entre los votos y los escaños. Las minorías quedan fuera y se perjudica a las nuevas formaciones políticas, que tienen menos posibilidades de acceder al parlamento. Esto también genera desigualdad entre los votantes, ya que unos tienen más peso que otros según el territorio donde vivan. Esto es bastante sospechoso.

Y por poner sólo una pega más, resulta también que los representantes solo rinden cuentas ante los electores cada cuatro años (o nunca, vaya), y durante ese tiempo pueden hacer lo que quieran sin consultarles. La gente no tiene mecanismos para revocar a los políticos que incumplen sus promesas o para proponer iniciativas. 

Así, la política se convierte en un espectáculo mediático, donde lo que importa es el carisma, el marketing y las encuestas.

No votamos las ideas, ni los programas, votamos a una persona: «yo voy a votar al Rajoy», «me cae bien el gallego», «no soporto más al Perro Sánchez», «el coletas nos va a hundir el barco», «con Paquito esto no pasaba»… Y le damos nuestra vida, nuestro tiempo y nuestro dinero, a las decisiones de esa persona. Lo que nos va a pasar durante la vida, nuestra existencia total, se basa en gran parte en las decisiones del gobierno del país en el que vivimos. Si mañana se decide que vamos todos a la guerra, todos a la guerra; si nos quitan la mitad de nuestro dinero, se lo damos; si se prohíbe el alcohol… nos vamos todos a Francia.

¿No es esto medieval?

Al igual que los hinchas del Real Madrid acuden en masa a un partido, vestidos de la misma manera, con sus insignias, sus cantos, sus pinturas de guerra en la cara… configurándose como una entidad única, cohesionada, con un objetivo tan claro que nadie puede dudar ni dar un paso atrás, así, acudimos nosotros a las urnas, y a la vida entera, con nuestras banderas, nuestro orgullo de ser y pensar como lo hacemos, nuestra intolerancia con los demás, y nuestro deseo de que todos sean como nosotros y compartan nuestro acierto. No vamos a votar, vamos a ganar. Ése es el problema. No se trata de una competición de grupos, esto no es «er fúrgol», nos estamos jugando el condicionar toda nuestra vida, que es lo único que vamos a tener, y no nos damos cuenta de que dejamos todo en manos de cualquiera, para que haga lo que quiera con nosotros, simplemente porque nos ha convencido de que nosotros tenemos razón, y él mantendrá y hará valer esa misma razón ante los demás. La política es una batalla de egos, un partido jugado por dos o más bufones que nos cobran entrada, y a la salida, algunos ultras se darán una paliza y dormirán calientes pero felices. 

Unos llevan pulseritas de España, otros no se depilan y sólo compran bio, otros desearán que vuelvan formas de gobierno de los bárbaros que disfrutamos en este país no hace mucho, como las varias repúblicas o la dictadura, sin darse cuenta de que todo lo pasado no funcionó, todos lo hicieron mal, y deberíamos hacer algo nuevo según las necesidades de todos HOY, en vez de tratar de tener razón con fórmulas genocidas del PASADO.

Yo no quiero que mi vida se base en las reglas de un sistema caducado. No creo en el comunismo, ni en el socialismo, el marxismo, el fascismo, el capitalismo, ni en la anarquía, la república, la monarquía, la democracia de partidos… nada de conservadurismo, liberalismo, ni nacionalismos.  No creo que funcione hoy nada de lo que no ha funcionado antes, por lo menos no funcionó para la mayoría, sino para solamente para unos pocos. Y creo que ya estamos preparados para darnos cuenta de esto. Para mirar a nuestros bufones y mandarlos a casa.

Ojalá la política fuera simplemente un oficio de personas anónimas. Un conjunto de organismos conectados, totalmente transparentes y en cada paso y acción documentados de forma pública, desde donde principalmente se enseñe a la gente a pensar, a detectar problemas y a proponer soluciones, a participar en la toma de las mismas y a ayudar a asegurar su mantenimiento. Ojalá esos políticos solamente fueran unos funcionarios, encargados de recopilar y crear informes de necesidades, con comités de expertos de cada materia representados por científicos, personas destacadas del mundo de la cultura, del deporte, de la economía, la industria, la ecología… y cada domingo, en vez de ir a misa (bueno eso creo que ya no se hace), o en lugar de ir al fútbol, iríamos a escuchar una ponencia sobre el futuro de la medicina, sobre el sistema público de salud estatal (del reino), sobre la educación de los niños, iríamos a debatir, a tomar una decisión grupal, y a votar, y votaríamos ideas, decisiones, medidas… en vez de dar nuestros votos a una persona que, posiblemente, falle todos los penalties pero salga con los dientes muy blancos en la foto.

De momento nos tendremos que conformar con que no nos maten por las calles por ir en tacones (ya sean talla 36 o 46), con que los potos del balcón acaben con el cambio climático, y tener esperanza en que, pase lo que pase, gane El Madrid.

Bran Sólo. Jun-2023

 

Del arte y la mentira

Hola, Chat-GPT. Abre Spotify.

Recientemente tuve el placer de asistir a un concierto de música en directo. Se trataba de uno de los artistas más conocidos de la escena internacional. Lo disfruté, y mucho, porque ¡qué sorpresa!, éramos apenas cuatro personas en aquella sala de conciertos y, ya se sabe de mí, no soy fan de los lugares concurridos… por decirlo de alguna manera. 

Al finalizar, pude hablar con los otros pocos asistentes y todos comentaban lo mismo: últimamente nadie acudía ya a conciertos porque la música se había convertido en algo críptico, algo sólo para músicos; que la gente no entendía si lo que estaban escuchando era bueno o malo, si merecía la pena pagar por ello o no… ni siquiera podían decidir si personalmente les gustaba o no… así que, ante tanta confusión, decidían no escuchar música, y por extensión no acudir a ningún concierto.

Qué pena, de verdad, porque a este ritmo la música va a desaparecer. Que a nadie le importe ya… Con la cantidad de mensajes, valores, poesía y emociones que nos transmitía… o que nos transmitíamos entre nosotros a través de ella. Con lo que nos unía, con lo que nos hacía vivir, compartir, entender…

Ahora los músicos se dedican a cantar sobre la misma música. Las letras hablan sobre notas, sobre composiciones imposibles, sobre llevar la música a un nivel superior… y claro, sólo los músicos lo entienden, y sólo los músicos están interesados.

¡Pero no es sólo la música! Algo parecido empieza a pasar con la cocina. Los restaurantes han dejado de cocinar para alimentar, y se dedican a experimentar, exclusivamente, con nuevas fórmulas que provoquen sensaciones palatales desconocidas, mágicas, místicas. Por ello, los productos culinarios y sus materias primas se han encarecido a favor de la gastromasonería, y ya pocos entendidos pueden permitirse acudir a un restaurante a comer. Los cocineros ya sólo cocinan para otros cocineros.

Qué pena que el mundo esté tomando esta deriva… si todo eso fuera verdad.

Esto no está pasando realmente, lo sabéis, al menos no con la música ni con la cocina. Pero sí que está sucediendo con otro ámbito creativo: con el ARTE, y está pasando desde hace varias décadas.

La pintura, quizás, sea más propensa a reclutar pensadores y filósofos, personas más interesadas en estudiar la cultura que en vivirla, compartirla o producirla. El mundo del arte siempre ha estado lleno de gente, por decirlo directamente y desde dentro, pedante, marginada o con pocas habilidades sociales; outsiders que acaban expresando sus necesidades vitales y delirios de grandeza a través de un medio indirecto como la pintura, la escritura, la fotografía… Esto es así; yo pinto por este mismo motivo.

El caso de la música era similar en sus inicios hasta que, a causa de la sociedad de consumo, quizás, empezamos a convertir a los músicos en una suerte de dioses, santos a los que rezar con sus propias plegarias musicales, y puede que eso los haya salvado. La música despierta más fácilmente emociones y pensamientos, incluso deseos. El sonido matemático tiene esa magia, activa las cuerdas con las que pensamos y recordamos, y eso nos encanta.

¿Pero qué pasa con la pintura?

Los pintores, sobre todo desde el siglo XIX, nos esforzamos por ser unos señores, también señoras, bohemios, tristes, excéntricos, pensadores y, en definitiva, personajes fuera de toda clasificación, porque nuestro punto de vista único será lo que dé valor a nuestra obra. Cuando creamos componemos, utilizamos piezas que ya existen para obtener elementos nuevos, pero debemos armarlo todo desde el sinsentido para llegar a algo que, a veces, tiene un nuevo sentido. Esto es la creatividad, y engancha, y uno acaba haciendo eso mismo con todo lo que le rodea.  Tengo el congelador lleno de piernas sueltas.

Por esto se dice que el arte es un lenguaje. No es sólo porque, a veces y no siempre, sirve para expresar, sino porque está compuesto de partículas sin significado (letras) que agrupadas conforman estructuras lógicas que representan algo real (palabras). De esta forma, un artista escoge una palabra del diccionario, la descompone, la reordena, quizás la mezcla con otras palabras, algunas palabras que haya escuchado de alguien influyente, y así «crea» (no se puede crear nada, ya lo he dicho. ¡SE COMPONE!) una palabra o frase nueva con un significado nuevo. Pura genialidad. Preguntadle a Picasso.

Ahora bien, imaginemos que nuestro genio compone cientos de palabras que, vaya, sólo comprende él.

Es una especie de idioma propio que nadie más entiende. ¿Esto tiene sentido? ¿De qué sirve un idioma si no es para comunicarse con los demás? Bueno, puede tener fines estéticos, como el Quenya de Tolkien, que queda muy bonito en la pantorrilla de tu prima Juani pero, no nos engañemos, sería más fácil mantener una conversación en binario… O puede tener una función lúdica, simplemente estamos jugando a crear idiomas porque crear idiomas cuece y enriquece. ¡No lo sé!

Y aquí está el problema.

Ya todos hemos superado el debate de «qué es el arte«, «esto es arte» y «esto otro no es arte«. Eso lo hace mi hija de 5 años. Este báter es arte… y demás.

Es mi opinión, y debería ser la vuestra también que, al final, el arte es todo aquello creado por un ser inteligente con una motivación más allá de lo meramente funcional.

Es decir.

Imaginemos el primer vaso de la historia. Sería un cuenco, medio coco, una hoja doblada… cualquier cosa que cumpliera una función. Pero una vez que ya tenemos controlada la técnica, nos paramos a pensar que quizás no es decoroso que la jefa de la tribu beba sus esputos de camello en un cuenco de coco, como todos los demás, y que quizás debería tener una forma, un color, unas incrustaciones que lo hagan bonito, agradable, que hable del estatus de la persona que lo posee, que hable de la creatividad de la tribu, del talento, del tiempo en el que vive el artista que lo crea…

Ya no se trata de algo funcional, empieza a ser algo con una motivación adicional, con un mensaje, que tiene información. Incluso cuando se trata de algo meramente estético nos está hablando del gusto de la época, de los medios, los recursos… Es un objeto con información.

Y al mismo tiempo que los objetos el arte llegará a las acciones, a las palabras, a los sonidos, a los movimientos, a las estrategias bélicas, a las prendas de vestir, a la estructura de la sociedad misma…

En todo hay información que el ser humano, en nuestro caso, ha añadido para los demás.

Todo es arte.

¿Y por qué ya no nos interesa el arte?

El arte nos interesa, pero no nos damos cuenta. Lo que no nos interesa es el arte que habla de arte. Eso es un coñazo insoportable (pollazo insoportable para mis amigues).

A partir de Marcel Duchamp y su meadero, después de Klein y sus pinturas «de pintura», y ya hasta Hirst y sus puntos de colores o Jeff Koons y sus muñecos de plástico hechos por otras personas… el arte no ha hablado de otra cosa que de sí mismo.

Los artistas hacen arte para hablar de arte. Ya no hablan del amor, de la muerte, de la sociedad, de la belleza… ahora hablan de las posibilidades del propio arte. De hasta dónde puede llegar la definición de arte, de pintura, de escultura, de performance. Hablan de percepción, de lo matérico, de lo interpretativo… de conceptos cada vez más abstractos y metaartísticos que, sinceramente, ya no nos interesan ni a los artistas.

Y ahí está el culpable. A los artistas y estudiosos les puede interesar ese arte, pero qué le importa a unos enamorados, a un niño perdido, a un ser solitario, a una mujer luchadora… qué les importa cómo de negro puede ser un color negro, cómo un blanco sobre fondo blanco puede llamarse arte, cómo una mocatriz serbia cuenta granos de arroz hasta que el público entra en cetosis…

A nadie le importa eso. Y pocos hacen algo por cambiarlo. 

Mi trabajo es componer imágenes sobre cosas que no sólo me preocupan a mí y salen de mi experiencia vital, sino que sé que nos preocupan a todos. Mi objetivo es la visibilidad. Que me vean. Porque pienso, arrogante pero hasta cierto punto objetivamente, que lo que tengo que decir es importante, y que puedo hacer que los demás se sientan un poco menos solos.

Hay mucha gente que jamás recibirá un mensaje que necesita y que quizás yo tengo, porque creen que el arte es aburrido, que es sólo para gente que «entiende de arte«.

Que no os diga ningún autodenominado representante del arte, un estirado galerista, ni un comisario de camisa abierta, lo que es bueno y carísimo, y lo que es vulgar o brut y no vale nada. Si tu hija de 5 años puede hacerlo, si con una fregona y un mechero puedes hacerlo, si no te hace sentir nada, si no significa nada para ti… será arte, pero no es bueno. 

La pintura, y el arte en general, tienen que ser como la música. Todos sabemos si una canción nos gusta o no. Nadie dice «Uy, yo no entiendo de reguetón así que no sé si me gusta», «No sé si este Pop es bueno», o «Mi hija de 5 años canta como Enrico Caruso».

Creedme, si os gusta es bueno. Si no os gusta, es mal arte. Vosotros teníais razón.

 

Bran Sólo. Dic-2021

 

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